Hay un refrán español que dice que «el que no arriesga no gana». Y, en mi opinión, encierra una gran verdad. Porque si buscamos la seguridad por encima de todo, si nos quedamos en nuestra zona de confort, si ponemos nuestros intereses por delante del bien común, si por miedo a las diferencias ni siquiera escuchamos la visión ni las posturas de otros y si por evitar el sufrimiento no arriesgamos el corazón, podremos vivir una vida más o menos tranquila, pero será una vida mediocre.
Jesús supo ser valiente, no tuvo miedo a romper con las reglas sociales, puso nuestros intereses por delante de los suyos y supo tener una actitud de escucha y de acogida incluso con aquellos a que habían quedado al margen de la sociedad.
Y quiso enseñar a sus apóstoles a mirar con su misma mirada:
Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros». Jesús respondió: «No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro». (Evangelio Marcos 9, 38 – 40).
Muestra este pasaje del Evangelio cómo un hombre echaba demonios en nombre de Jesús. No pertenecía aquel hombre al grupo de los más íntimos del Maestro – de sus apóstoles – y Juan pretende que el hombre deje de hacerlo por no ser de los suyos.
Sin pararse a pensar en el bien que iba haciendo aquel hombre por donde pasaba. Y sin pararse tampoco a pensar sobre cómo era posible que esos demonios le obedeciesen. ¿No eran ambas cosas acaso mucho más importantes que el hecho de que aquel hombre perteneciese o no a su grupo?:
Si aquel hombre iba sanando endemoniados ¿por qué pararle? Bastante justito estaba – y sigue estando – el mundo de personas que se ocupen de los demás. ¿No tendremos más bien que mimarlas y animarlas para que no dejen de hacerlo?
Si al hombre le obedecían los demonios cuando los echaba en nombre de Jesús, ¿no sería que sí que era «de los suyos»?. Jesús dijo «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Evangelio Juan 13, 35). El cristianismo es universal y no es preciso haber oído siquiera hablar de la figura de Jesús de Nazaret para ser cristiano: basta con que uno pase por la vida haciendo el bien para que Él lo reconozca como “de los suyos”.
El comportamiento de Juan en este pasaje del Evangelio, sin embargo, es fácil de comprender para nosotros. Porque a día de hoy seguimos constituyendo «grupitos» más o menos exclusivos en los que nos juntamos con nuestros pares y con quienes nos sentimos cómodos. Y así tenemos grupos que surgen en torno a parroquias, grupos que surgen en torno a sacerdotes, grupos que surgen en torno a santos, fundaciones, asociaciones o movimientos de seglares en torno a distintas iniciativas sociales o evangelizadoras.
Que surjan distintas iniciativas con un mismo objetivo es bueno. Bueno no, buenísimo. Siempre que unos y otros no nos miremos ni con recelo ni como competidores. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que habitualmente es mucho más lo que nos une que lo que nos separa?, ¿cuándo aprenderemos a poner el bien común por encima de todo lo demás?, ¿cuándo aprenderemos a mirar por encima de nuestros propios intereses?, ¿cuándo dejaremos de querer ser los protagonistas?, ¿cuándo nos comportaremos con generosidad?, ¿cuándo comprenderemos que juntos seríamos mucho más fuertes y conseguiríamos mucho más?
Jesús enseñó su doctrina tan sólo entre el pueblo de Israel porque así lo había dispuesto el Padre. Pero con lo que soñaba era con juntar a todas sus ovejas en un sólo rebaño:
Dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo las roba y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor. Por eso me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre». (Evangelio Juan 10, 11 – 18).
Sabiendo que Jesús soñaba con un solo rebaño y un solo pastor, ¿de verdad vamos a seguir nosotros mirando con lupa nuestras diferencias en lugar de tendiendo puentes que nos faciliten irnos entendiendo los unos con los otros?
La imagen es de Enrico Donelli en pixabay
Deja una respuesta