En la sociedad en la que vivimos reconocemos como triunfadores a aquellas personas que son muy influyentes en ámbitos tan distintos como pueden ser las empresas, la política, el deporte, la música, la iglesia, la judicatura, la industria de la belleza, las redes sociales o los medios de comunicación. También miramos con admiración a aquellas personas con riqueza o con poder. Y revoloteamos alrededor de ellas como las abejas en torno a la miel, buscando ganarnos su favor y, con ello, relevancia.
También contamos entre nosotros con muchísimas personas que casi parecen invisibles porque se encuentran cerca de la exclusión – o en la exclusión total – de una sociedad de la que es realmente difícil formar parte cuando se tiene un trabajo precario, o no se tiene trabajo, o se cuenta con poca formación, o se ha llegado como inmigrante, o no se llega a fin de mes, o no se tiene un hogar, o se tiene una discapacidad, o se es dependiente, o se está enfermo, o… son «la pobre gente» a la que apenas ninguno nos acercamos y a la que casi preferimos ni ver. Pero ahí están. Y son numerosos. Numerosísimos. Y sí, los consideramos los últimos de nuestra sociedad.
Para Dios también hay un orden; para Él también hay unos primeros y unos últimos. Pero su criterio para ordenarnos no es el mismo que tenemos aquí en al tierra; en el orden de Dios los primeros puestos nada tienen que ver ni con la influencia, ni con la riqueza, ni con el poder: su unidad de medida es el amor y para Él, quienes están en los primeros puestos son los que más aman. Y esos que más aman son, sin lugar a dudas, los que más sirven.
¿Puede una persona rica o poderosa estar en uno de los primeros puestos a los ojos de Dios?, ¡pues claro! La riqueza o el poder, en sí mismos no son ni buenos ni malos: lo que es bueno o malo es el corazón de quien los posee. ¡Anda que no se pueden remediar problemas de quienes nos rodean gracias al dinero o el poder! Lo malo es que con mucha frecuencia – y por eso tantas veces advierte Jesús sobre ello – quienes poseen esa riqueza o ese poder acaban poniendo en ellos su corazón y dejan de vivir con la mirada puesta en sus prójimos y en Dios.
De la misma manera, la pobreza o el dolor, tampoco son en sí mismos ni buenos ni malos: lo que es bueno o malo es el corazón de quienes viven en esas circunstancias. Pero es fácil que tanto el dolor como la pobreza acerquen tanto a Dios como a los demás, porque quien no puede confiar en bienes materiales, relaciones o influencias, tiene más fácil poner su confianza en Dios, relacionarse con Él y terminar creciendo en la Fe y en el amor.
Las personas somos libres para elegir dónde poner nuestro corazón y nuestra confianza. Y por supuesto el poder y la riqueza no siempre alejan de Dios de la misma manera que el dolor o la pobreza no siempre acercan a Él. Pero lo cierto es que, con mucha frecuencia, ambas cosas se terminan dando.
Por eso las palabras de Jesús: «Muchos primeros serán últimos y muchos últimos primeros» (Evangelio Mateo 19, 30).
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Señor, no quiero ser la primera. Señor, yo quiero ser la de atrás, y recibir de tu AMOR y recibir de tu gracia.
Señor, sigue bendiciendo a Marta, tu niña amada.
AMEN.